EL CABALLERO DE LAS NUBES

Era Rodrigo un niño aventurero.
En las tardes veraniegas de un noble pueblo castellano, recorría, en su vieja bicicleta roja, los parajes tostados por el sol, que rodeaban la casa de sus abuelos.

Imaginaba, que Babieca, así llamaba a su fiel amiga, era un hermoso caballo negro, que le ayudaba a subir la empinada colina que conducía al derruido castillo, donde hallaba siempre algún motivo para la aventura.
Según contaba el abuelo Martín, el Cid paseaba por aquellas laderas ya que fue el señor de aquella fortaleza.

Solemnemente, el muchacho bajaba de su compañera de viaje, entraba junto a ella al patio de armas a través de un descolorido arco de herradura y  la dejaba reposar en un muro.

En un escalón, cerca de una ventana, Rodrigo, mientras merendaba, oteaba los infinitos campos de trigo y el serpenteante río flanqueado por chopos y sauces. Después escogía un rincón sombrío y se tumbaba.

Miraba al cielo, lo observaba. Admiraba el vuelo de los milanos y de los buitres.
Las nubes navegaban creando diferentes formas: un dragón, una cara, un hada...
La cálida brisa acunaba al niño, el sueño convertía aquello que veía en realidad.

La caída del sol entre las almenas despertaron a Rodrigo de su aventura, volvió hacia Babieca y abandonó el lugar hasta el día siguiente.






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